¿Qué se piensa antes de la muerte? ¿Qué idea se cruza, agónica, en el instante último? ¿Qué recuerdos afloran? ¿Qué se dice en la despedida final? Luis ignora que dispone de tiempo para dar respuesta a tales preguntas. Intuye que el final es inminente. Sólo le asaltan verdades, pequeñas y grandes certezas efímeras, pasajeras, como si le rebobinaran a cámara rápida la película de su vida, de esas que los ingleses de la Compañía ven en su cine todos los fines de semana. Luis sabe que morirá de un momento a otro. Primera verdad. Que lo van a matar, segunda. Que no verá más a su Ángela ni a sus niñas con diminutivos ni a su Luisito de su alma, tercera. Que ellos tampoco le verán más a él, cuarta. Así podría seguir durante horas, fabricando verdades, interiorizándolas, cobijándolas para siempre para que ya nada ni nadie se las arrebate. Que no se merece morir, quinta. A tientas, saca del bolsillo el trozo escondido de lápiz y un sobre arrugado que le servirá de último mensaje: «Riotinto noble y bueno, Sr.alcalde, mira por mis hijos. Luis Marín».

Pero pasan las horas. Y Luis no muere. Así que sigue masticando verdades. Nadie dice nada. Todos aguardan en la oscuridad de las bodegas, ahora más siniestra. La muerte ronda el Cabo Carvoeiro, les acecha. Pero no les visita todavía aunque la aguarden ahí abajo, enfermos, cubiertos de mugre, escuálidos, haraposos, pálidos, tísicos. Se diría que ya están muertos. La espera de la muerte esuna muerte en sí misma. Que los maten ya, clamanalgunos. Luis no. Luis está sumido en la película de su biografía, que ahora retrocede a su antojo, pegando saltosen el tiempo: se ve con Ángela, su Ángela, el día que la conoció, eran unos niños; su primer día en la mina; la zapatería de Valverde del Camino; nace Reposita, la mayor; el PSOE; una caja de vagón; la cuesta de La Pañoleta; un camión de dinamita; el silbido final de un disparo; el retrato de Luisito, su Luisito de su alma, montado en el burro; un estallido; su amigo Pepe Díaz; un barco de nombre impronunciable, Cabo Carvoeiro;Talleres Mina; un parte de accidente, leve al parecer; sus manos encalladas; Pereda, y Juanito; la muerte de su hija Amparo; una solicitud de traslado de vivienda, y otra, y otra; y Adelaida y Dolorcita, y Angelita y Manolita y otra vez Ángela, su Ángela… Séptima verdad: la culpa de lo que les pase es suya. Y de nuevo el lápiz en otro sobre oculto. Por extraño que parezca, aún hay tiempo:

«Querida Ángela y queridos hijos,

vuestro padre y marido os pide en este momento

en que voy a perder la vida

que me perdonéis todo el daño

que os he hecho a Vds. Nada más.

Porque, después, a nadie más.

Hijos míos, voy a morir

sin saber que habrá sido de Vds.,

Ángela e hijos míos,

pero Dios se apiadará de Vds.

y saldréis a la vida bien.

Adiós Ángela, Reposita, Dolorcita,

Angelita, Adelaida, Luisito y Manolita.

Un beso de vuestro padre y…».

Ha agotado la carilla del sobre. Sólo queda una libre:

«…para Ángela mía,

educa lo mejor que puedas a tus hijos».

Octava verdad: él ya no podrá educarlos. Las escotillas se abren de repente. Aún cabe algo más en el pedazo de papel:

«Juanito,

en este momento hago tu consejo

y voy a morir.

4 y ¼ de la madrugada».

​Un militar de voz desconocida nombra a doce condenados. El suyo no figura entre ellos. Los mencionados emprenden la salida. La muerte, ahora,decide flirtear con ellos. No se oyen tiros, ni golpes, ni órdenes, sólo ruidos de motores encendidos que decaen hasta desaparecer. Al rato, la misma voz enumera a otros doce. Los señalados suben. No se despiden. Él, tampoco. Su nombre aún no entra en la ruleta. La muerte, todavía, no le reclama. Las bodegas se van quedando vacías. La voz da una nueva lista de nombres, esta vez de once. Y otra. Y otra. Y sólo cuando ya quedan los últimos oncecontándolo a él, Luis escribe a la desesperada sus últimas tres palabras, décimas de segundo antes de que el soldado pronuncie su nombre: «Hasta la eternidad».

Capítulo 7 de la Tercera Parte de ‘La memoria varada’, de Rafael Adamuz