Tal día como hoy, el 4 de febrero de 1888, los soldados del Regimiento de Pavía, bajo el mando del teniente coronel, Ulpiano Sánchez, disparaban a quemarropa contra una muchedumbre que se reunió pacíficamente frente al Ayuntamiento del antiguo pueblo de Riotinto para reclamar mejoras en sus precarias condiciones de trabajo.
Hoy, 134 años después, los vecinos de Nerva protestarán contra la llegada de miles de toneladas de residuos tóxicos a un vertedero que está colmatado desde hace años y, pese a ello, la Junta de Andalucía (la misma que ayer solicitaba el cierre progresivo del mismo) comenzó la tramitación de su ampliación cuando estábamos en los momentos más duros de la pandemia.
Hoy, 134 años después, se perpetúa la tragedia, como si esta maldita tierra de Huelva estuviera condenada a repetir tan dramática historia de mil formas distintas, en un angustioso bucle donde siempre perdieran los mismos.
Hoy, 134 años después, las teleras fueron sustituidas por montones de mierdas que nadie quiere, tapadas con plásticos y neumáticos.
Las balas y bayonetas fueron sustituidas por camiones de gran tonelaje cargados hasta las trancas de residuos tóxicos. Y algunos dirán que no es para tanto, también antaño dijeron otros que “solo” hubo doce muertos (cuando uno ya era mucho más que demasiado).
Hoy, 134 años después, bastaría poner DITECSA donde antaño ponía Riotinto Company Limited.
El gobernador civil de Huelva era entonces Agustín Bravo y Joven. De alguna forma fue el responsable directo de aquella masacre en 1888. Y hoy, 134 años después, la responsabilidad se reparte a partes iguales entre los políticos que por uno u otro motivo, independientemente de la bandera que sostengan, consienten la llegada de miles de toneladas de los residuos que otros países no quieren para dejarlas en una tierra a la que le vaciaron sus entrañas.
Las balas de antaño acabaron con cientos de vidas en un momento. Los residuos que nos dejan condicionarán las vidas de muchos lugareños durante muchas generaciones.
Y hoy, 134 años después, los responsables políticos se lavan las manos, igual que pasó en 1888.
Hoy, igual que ocurrió en 1888, a nadie le importa lo que pasa en esta Huelva donde ya nos colaron el Polo Químico, nos dejaron las balsas de fosfoyesos, nos secaron Doñana, y nos utilizan como el retrete de Europa .
¿Cuánta mierda cabe en esta Huelva?
(Para colmo de ironías, todavía habrá quien diga que aquella manifestación del 4 de febrero de 1888 fue la primera manifestación ecologista de la historia…)
Esta tierra no quiere más “panes para hoy y hambres para mañana”, ya sabe lo que es eso.
Esta tierra está cansada de ver cómo los políticos se convierten en patéticas marionetas que luchan más por los intereses de poderosas industrias que por la salud de sus ciudadanos (otra vez). Y no quiere una limosna que vuelva a hipotecar su futuro.
Y no es que esta tierra no grite, es que no quieren escucharla. Y si no quieren escucharla, al menos que no nos salven de este modo.
No traigan más mierdas, mejor que nos dejen con nuestras entrañas vaciadas.
Dicen que las penas, compartidas, son menos penas. Pero yo no estoy de acuerdo con esto. Porque hay penas, dolores e injusticias que resulta imposible hacerlas más pequeñas; por más tiempo que pase y por más que se compartan. Más bien se hacen más grandes, más injustas y dolorosas cuando descubres que se repiten. Al fin y al cabo, cada uno tiene sus penas, aunque a veces parezcan las mismas.
Hoy es cuatro de febrero, pero también podría ser 21 de diciembre, y escribiría lo mismo o algo parecido. Una fecha marcada con sangre dentro de todo el que conoce parte de la historia reciente de la provincia de Huelva y, concretamente, de las Minas de Riotinto (o de Iquique, si fuera 21 de diciembre).
En un rincón de la provincia de Huelva, hace 132 años…
Tal día como hoy, el 4 de febrero de 1888, los soldados del Regimiento de Pavía, bajo el mando del teniente coronel, Ulpiano Sánchez, disparaban a quemarropa contra una muchedumbre que se reunió pacíficamente frente al Ayuntamiento del antiguo pueblo de Riotinto para reclamar mejoras en sus precarias condiciones de trabajo. Las balas no distinguieron a hombres de mujeres ni de niños y, tras los disparos, todo se llenó de un silencio que aún perdura. Un silencio eterno que no ayuda a que la herida cicatrice.
Sin duda alguna, será difícil que vuelva a sufrir tanto delante de un folio en blanco, como cuando me tocó escribir los pasajes de “Tierra de Cobre y Sangre” que se referían a estos episodios. Con estas palabras, vuelvo a solidarizarme con la historia de un pueblo y su gente, y a gritar parte de su silencio para que lo sucedido no quede en el olvido. Una forma de compartir su dolor y su pena, sin que con ello mengüen.
En medio del desierto de Atacama, casi veinte años después de aquello…
Algo similar sucedió en Iquique, en Chile, a más de nueve mil kilómetros de distancia de estas tierras, en fechas muy próximas, con protagonistas casi idénticos y un desenlace igual de trágico y funesto. Una historia tan parecida como macabra.
Iquique es una ciudad costera de chile, al oeste del desierto de Atacama, una tierra inhóspita en medio de la nada que, como ocurría con Riotinto, tenía un tesoro en sus entrañas. Y si el cobre era el tesoro que guardaban las tierras de Riotinto; en Iquique, lo era el salitre, el llamado oro blanco, que no era otra cosa que una mezcla de nitratos de sodio y potasio, productos muy cotizados en la elaboración de fertilizantes y en la fabricación de explosivos (tan cotizado como las piritas sulfurosas de Riotinto).
Paisaje de la oficina Tricolor en el desierto de Atacama
El gobierno chileno dejó la explotación de este recurso en manos extranjeras, mayoritariamente inglesas. “Humberstone” y “Santa Laura”, en la Región de Tarapacá, vinieron a ser algo parecido a lo que fue la Riotinto Company Limited en la provincia de Huelva. Y John Thomas North, conocido como “el Rey del Salitre”, vendría a ser una mezcla de nuestro Mr. Browning (el “Rey de Huelva”) y Hugh Matheson. Amparados por el gobierno chileno y ayudados de mano de obra barata, las empresas se enriquecieron rápidamente (lo mismo ocurrió en Riotinto). Iquique se convirtió en el principal puerto de salida del oro blanco que tanta demanda tenía en Europa. Y esta ciudad fue conectada con los principales centros de explotación gracias al ferrocarril (algo así como la Huelva de Chile)
A la llamada del salitre y huyendo de la pobreza, hasta el norte de Chile llegaron trabajadores de todo el país, también de Bolivia, Perú y Argentina (algo similar ocurrió en Riotinto, aunque aquí, la llamada fue desde el sur).
En el desierto más inhóspito del mundo, se crearon las llamadas oficinas salitreras. Centros de explotación del salitre que se convirtieron en enclaves aislados y casi autosuficientes y que reunían la administración, las viviendas de los trabajadores, pulperías (que venían a ser algo parecido al economato de Riotinto, comercios en manos de los mismos dueños de las oficinas salitreras), iglesias, escuelas y centros de entretenimiento. Evidentemente, los dirigentes de las oficinas salitreras vivían en unas condiciones que nada tenían que ver con las condiciones que tenían que sufrir los obreros. Por lo general, vivían en barrios aislados, caracterizados por la arquitectura de estilo clásico de ultramar britanico (algo así como el barrio de Bellavista en Riotinto). La oficina salitrera contaba con guardia policial privada (los guardiñas de allí) para controlar las trifulcas y altercados que eran típicos en núcleos donde se hacinaban miles de personas venidos de todas partes (también eso ocurría en Riotinto).
Las condiciones de trabajo en las explotaciones eran inhumanas (en Iqueque y en Riotinto), a los trabajadores no se les pagaba un sueldo en metálico, sino en fichas que solamente podían emplear en las pulperías y los centros de venta que también eran propiedad de la empresa que estaba al frente de la oficina salitrera (algo como aquellos vales que se usaban en estas tierras). Entre 1902 y 1906 hubo casi 200 conatos de huelga apoyados por un sindicalismo que cada vez tomaba más fuerza (impulsado por sus respectivos “Maximilianos Tornets” chilenos).
La “Huelga grande de Tarapacá” (y su dramático parecido a nuestro “Año de los tiros”)
El día 15 de diciembre de 1907, más de 2.000 obreros llegaron hasta Iquique (nuestro “Riotinto Chileno”) para reclamar mejoras en sus condiciones laborales (de alguna forma, algo parecido a lo que se pedía en nuestro cuatro de febrero de 1888). Los huelguistas fueron conducidos por el ejército hasta una escuela con la excusa de garantizar el orden público. La mañana del día 16, algunos representantes de los trabajadores, fueron escoltados por el ejército para presentar sus peticiones al intendente Carlos Eastman (el equivalente a nuestro gobernador civil, Agustín Bravo y Joven) y al general Roberto Silva (el “Ulpiano Sánchez” de allí).
No hubo acuerdo (aquí tampoco) y las negociaciones se repitieron sin resultado satisfactorio para ninguna de las partes (igual que en Riotinto). Conforme pasaban los días, iban llegando más obreros salitreros a la ciudad. El 19 de diciembre había entre diez y doce mil trabajadores en Iquique (un número similar de manifestantes acudió a la multitudinaria manifestación que terminaría trágicamente en Riotinto, aquel fatídico 4 de febrero de 1888)
Varios días después, el intendente se reunión con los representantes salitreros para poner fin a la llamada “Huelga Grande”, dispuesto, incluso a pagar la mitad de los aumentos de salarios que pedían los obreros (aquí, que yo sepa, los poderes públicos no se “mojaron” tanto). Pero los empresarios argumentaron que no era un asunto de dinero, sino de moralidad y respeto, y que si cedían a la presión de los huelguistas, perderían autoridad en las oficinas salitreras (más de lo mismo).
Y nombraron a un representante de los empresarios y a uno de los trabajadores (el Maximiliano Tornet de allí), y hubo más negociaciones, pero no hubo acuerdo (en ningún sitio). Y los empresarios cedían lo mínimo, y los trabajadores decidieron mantener el movimiento hasta que sus peticiones fueran atendidas, evitando cualquier acto violento (desconozco si también allí había una banda de música, como en la plaza de Riotinto).
A las 14h. del 21 de diciembre, el intendente informó al Presidente de la República que utilizaría medidas de fuerza, tras agotar todas las posibilidades de negociación (En Riotinto, que yo sepa, nadie informó de nada, y todo sucedió bajo la “supervisión” de Agustín Bravo y Joven, el Gobernado Civil), considerando que aquellos mineros suponían un riesgo de seguridad pública.
Movilizó a sus tropas y ordenó a los oficiales que desalojaran a los trabajadores que estaban en la Escuela Santa María (el equivalente a la plaza del Ayuntamiento de Riotinto). Los mineros se negaron a irse y el general Silva Renard (el “Ulpiano Sánchez” chileno), amenazó con disparar si no lo hacían.
A las 15:45h. (a las 16;30h. ocurrió en Riotinto, casi dos décadas antes) tuvo lugar la primera descarga. En principio, tendrían que haber disparado a la azotea, pero los soldados dispararon hacia la puerta de la escuela arguyendo que se habían producido tiros desde el interior (la misma excusa argumentaron los soldados que dispararon a quemarropa contra los manifestantes en la plaza de Riotinto).
No se tiene certeza de cuantas personas murieron durante esa jornada (ni en Iquique, ni en Riotinto). Los datos oficiales señalaban a 30 trabajadores muertos (en Riotinto, oficialmente fueron “solo” 12). Aunque se especula que, en realidad, unos 1.500 mineros perdieron la vida en Iquique (más de 200, se dice que fueron asesinados en Riotinto). En cualquier caso, una sola muerte ya era demasiado (en los dos sitios).
Las autoridades chilenas, algún tiempo después, elevaron hasta 126 el número de víctimas (En Riotinto los mantuvieron en 12, pero muchas casas de la cuenca minera permanecieron cerradas tras lo ocurrido) Los documentos redactados por la autoridades señalaron a los obreros como los responsables de lo ocurrido (también en Riotinto).
Esto ocurrió un 21 de diciembre de 1907 en Iquique, una ciudad de Chile o, tal vez, un 4 de febrero de 1888 en la Cuenca Minera de Riotinto, un día como hoy de hace 132 años.
Dice un proverbio que “el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”. Esta vez, “la misma piedra” estaba a más de 9.000 kilómetros de distancia…
Un día tal como hoy, hace 132 años, muchos vecinos de la cuenca minera de Riotinto se organizaban para una manifestación multitudinaria en defensa de sus derechos laborales frente a la todopoderosa Riotinto Company Limited. Ninguno sospechaba el trágico desenlace que tendría lugar al día siguiente. Ninguno sabía cuántos morirían.
Pero lo más triste y doloroso es que hoy, 132 años después, seguimos sin saber cuántos murieron, ni tan siquiera sabemos dónde están sus cuerpos. Y este silencio se convierte en un grito entre los cerros cárdenos de la cuenca minera. Porque seguir sin saber nada, es como seguir muriendo.
Fotografía: Antonio Perejil Delay. Un hombre que llevaba la mina dentro
El martes, en la tirada nacional del ABC, volvían a catalogar lo ocurrido el 4 de febrero de 1888 en Minas de Riotinto como la primera manifestación ecologista. A mí me parece una verdadera falta de respeto a todos los que perdieron la vida aquella trágica tarde, a la lucha obrera y a todos los investigadores que, desde hace años, se afanan por sacar a la luz todo cuanto ocurrió.
Si seguimos banalizando la historia, no sería de extrañar que “La columna minera” que trató de frenar el levantamiento militar, finalmente, sea definida como pionera del senderismo en la provincia…
En cien palabras, por Chema García
Autor de la foto: Pandelet, para el libro ‘1888. El Año de los Tiros’, de Rafael Moreno
Basta poner “Ercros y Electroquímica” donde antes ponía “Riotinto Company Limited” y sustituir “humos y teleras” por “mercurio y otros agentes contaminantes”. Quitando esto, todo vuelve a ser lo mismo: uso de métodos y tecnologías obsoletas, connivencia entre las industrias responsables, falsificación de informes y ocultación de accidentes para no alarmar a la opinión pública.
Y hoy, como hace 131 años, el resultado vuelve a ser el mismo: contaminación del suelo, los acuíferos y la atmósfera y enriquecimiento de unos irresponsables a costa de la salud de la gente de esta tierra…
Este lunes, 4 de febrero, se conmemora una triste efemérides para los vecinos de la cuenca minera de Riotinto. Más de cien años después, aún se desconoce el número de fallecidos aquella fatídica tarde y qué hicieron con tanta muerte. Las responsabilidades se diluyeron, como una voz en el eco, y todo se llenó de silencio.
Pues todo esto también es memoria histórica y, ante tanta desidia por parte de algunos, no nos queda más remedio que seguir confiando en el trabajo de historiadores locales que, sacrificando su tiempo y su dinero, tratan de alzar la voz para romper tanto silencio…
Todo era un olor metálico que se pegaba a la piel de tal forma que parecía imposible separarla de ella… Y todo era un sinsentido cuando, hace poco más de una semana, el color rojo estaba donde no debía (otra vez), porque el color carmesí debía estar en el río, en la tierra, en la sangre, y no en las llamas ni en los retardantes que vertían los hidroaviones en el cielo de la cuenca…
Se me quemó el corazón al comprobar que (otra vez) la ceniza se hizo dueña de los paisajes de la cuenca minera. Aquellos paisajes que recorrieron los personajes que protagonizan la novela que escribí acerca de la historia de la tierra que me vio nacer.
El silencio era infinito, casi eterno, de un gris cenizo y denso. Este año se cumple el 130 aniversario de aquel fatídico 4 de febrero en el que todo fue silencio. Y este año, los disparos y las bayonetas del regimiento de Pavía, fueron sustituidos por el crepitar indolente de las llamas que llenaron de silencio cada uno de los rincones de la cuenca (otra vez).
Y me temo que nadie será el responsable de nada (otra vez), que todo será silencio (otra vez) y que pasaran años sin que nadie asuma sus responsabilidades (otra vez).
La historia que escribí, esa que ya no es mía, sino de cada uno de los que sienten el latir de la mina en lo más hondo de su pecho, vuelve a ser una historia de sangre, sudor y lágrimas (otra vez). Y las cenizas de lo ocurrido no impedirán que el latido de la gente de la cuenca se pare, porque si algo aprendí de su historia es que su gente están hecha de una sangre especial, están hechos de cobre y silencio, de sudor y de esfuerzo, de pasión y amaneceres, de las aguas de ese río que ardió en sus entrañas.
Desde aquí, desde estos renglones, les envío todo mi apoyo, con la confianza de que sabrán renacer de estas cenizas, igual que ya lo hicieron mil veces. Porque toca renacer (otra vez), y nadie mejor que vosotros para mostrarnos cómo se hace.
Ojalá que esta vez, se encuentren a los responsables de tanta ceniza, dolor y silencio, aunque me temo que (otra vez), nadie podrá saber quién fue el primero que disparó, como ya pasó hace 130 años…
‘La locomotora número 51’, relato de Chema García ganador del III Concurso de Relatos Cortos ‘1888, Año de los Tiros’, convocado por la Asociación ‘El Doblao’ de Minas de Riotinto:
Los pocos que la conocían comenzaron a llamarla “Manguara” por el color de su pelo, de un blanco como lechoso y turbio. La pequeña perrita apareció en Zarandas el lunes 6 de febrero, dos días después de la masacre que tuvo lugar en la plaza del ayuntamiento de Minas de Riotinto. De aquello habían pasado ya varios meses y, asustadiza y esquiva, apenas se movía de aquel terreno en el que se rumoreaba que la Compañía tenía intención de construir un cementerio para los vecinos de la aldea de Naya.
Arcadia, vecina de la pedanía, había sido barcaleadora, prueba de ello era la calvicie que, a modo de tonsura, se podía adivinar en su cabeza. Esposa y madre de mineros, había perdido a Manuel, su querido Manuel, aquella fatídica tarde del sábado cuatro de febrero, su nombre no aparecía en la lista de fallecidos que había publicado la Compañía en la que aparecían trece nombres. ¡Trece nombres!, ¡todos sabían que habían sido muchos más los que perdieron la vida aquella tarde! De hecho, fueron muchas las casas en cada villa de la cuenca minera, cuyas puertas jamás volvieron a abrirse. ¿Qué habían hecho con tanta muerte? Nadie lo sabía, nadie sabía dónde llorar a los cuerpos de sus seres queridos que lo único que hicieron fue reclamar unas míseras mejoras laborales. Tampoco Arcadia lo sabía. Sus hijos pasaron a formar parte de una lista roja y ya les habían comunicado que debían abandonar la casa que la propia empresa les había facilitado y, como tampoco tenían tanto que llevarse, hacía varios días que tenía preparado el escueto equipaje. Se había encariñado con la perrita y, cuando partieran, se la llevarían a su tierra. Volverían a León, sin su Manuel, con menos aún de lo que trajeron.
Conforme salía de la aldea, se extrañó de que “Manguara” no saliera a su encuentro. Había logrado ganarse su cariño y confianza a base de llevarle algunos restos de comida y agua. Aquella mañana le llevaba un hueso de espinazo que, de tanto como lo había cocido, más bien parecía un trozo de madera. Cuando llegó hasta el terreno donde ya habían delimitado las dimensiones del futuro cementerio de San Andrés, más le extrañó aún ver a la perra en brazos de una niña, como si realmente la conociera.
¡Buenos días, chiquilla!, ¿qué haces aquí, solita?, ¿te gusta esta perrita?, se llama “Manguara” –le dijo a la pequeña, con voz dulce, tratando de no asustarla.
La pequeña levantó su rostro gris y sucio. Sus oscuros ojos parecían dos abismos infinitos, llenos de dolor y silencio, como los ojos de muchos vecinos de la cuenca minera después de lo que había sucedido.
Mientras acariciaba a la perra, sin dejar de mirar a Arcadia, comenzó a hablar, con una voz débil.
No se llama Manguara, se llama Lunera y siempre estaba junto a mi padre, incluso cuando iba a la mina lo esperaba paciente y fielmente, en la boca del pozo, hasta que papá terminaba su faena. Allí donde estaba papá, allí estaba Lunera, siempre, siempre…
Y, ¿dónde está tu papá, pequeña? –la interrumpió Arcadia, mirando a su alrededor, tratando de comprobar si alguien la acompañaba. Era una niña demasiado pequeña para estar sola allí, en medio de ninguna parte.
No lo sé, nadie lo sabe –contestó la pequeña con toda la naturalidad del mundo–. Lo mataron los soldados, en Riotinto. Me separaron de él y me llevaron a una casa, junto a la estación del tren. Lunera permaneció junto a él, como siempre hacía, hasta que se lo llevaron. Hay quien dice que enterraron a papá, y a muchos otros, en algunos de los pozos que ya no utilizan, otros dicen que los llevaron hasta el mar y que allí, desde el muelle de la compañía, arrojaron los cuerpos al mar…
Arcadia ya había escuchado mil versiones sobre lo ocurrido, pero escuchar hablar de aquello a una niña tan pequeña, con tanta naturalidad, la estremeció.
…Aquella noche, desde la ventana de la casa, cerca de la estación, fue la última vez que vi a Lunera. Corría, ladrando, como desesperada, detrás de una locomotora que arrastraba una batea. Era muy tarde y no me atreví a llamar a Lunera por temor a despertar a alguien. Fue la última vez que la vi, creía que nunca más volvería a verla…
Arcadia comenzó a temblar y una macabra idea comenzó a formarse en su cabeza. Junto al yermo solar en el que estaban había una vía de tren, por ella pasaban numerosos trenes cada día, arrastrando vagones cargados de mineral en un sentido y vacíos a su vuelta. Había comprobado que “Manguara”, cada vez que pasaba la locomotora número 51, salía corriendo tras ella. Le resultaba extraño que tan sólo reaccionara así con esa locomotora, de entre todas las que por allí pasaban. Se arrodilló junto a la niña, puso sus manos en sus hombros y, con sus ojos bañados por las lágrimas que creía que ya no le quedaban, reunió el coraje suficiente para formular una pregunta cuya respuesta temía:
¿Por casualidad, viste el número de aquella locomotora, aquella noche?
La pequeña le sostuvo la mirada, no tardó en contestar pero aquellos segundos le parecieron eternos.
Estaba oscuro pero, al pasar por la estación, pude ver claramente su número, era la locomotora número 51…
Arcadia se abrazó con fuerza a la pequeña y comenzó a llorar, como creía que jamás podría volver a hacerlo. Y sus lágrimas cayeron sobre una tierra manchada de sangre que en sus entrañas guardaban a su Manuel y a cientos de las víctimas de aquella aciaga tarde del sábado 4 de febrero de 1888.
“Manguara”no viajaría con ella y sus hijos a León, se quedaría allí, junto a su dueño.
Recientemente he asistido a una conferencia relacionada con el fatídico cuatro de febrero de 1888, en el Ayuntamiento de Minas de Riotinto. Sentí un escalofrío, desde lo más profundo de mi alma, al comprobar que los fallecidos de aquella tarde, en la plaza del desaparecido pueblo, no cabrían en la sala donde nos reunimos unos cuantos para rendirle un merecido homenaje y, sobre todo, para mostrar que no nos olvidamos de ello.
Durante los últimos días, tanto en medios de comunicación como en redes sociales, se ha publicado que, desde Huelva, y contando con el apoyo institucional de la Junta de Andalucía, se está promoviendo que el día 4 de febrero sea reconocido como Día Mundial del Ecologismo y, de este modo, perpetuar la memoria de los fallecidos aquella tarde de hace ya 130 años. Somos muchos los que pensamos que sería de ley un reconocimiento internacional a las víctimas del “Año de los tiros”, hasta aquí, todo el mundo esta de acuerdo.
Sin embargo, después de la conferencia, se entabló un debate acerca de las motivaciones que provocaron que miles de personas se manifestaran en la plaza de Riotinto aquel 4 de febrero de hace 130 años. Tanto el ponente principal, D. Alfredo Moreno Bolaños, como D. Aquilino Delgado (Director del Museo Minero) y muchos otros estudiosos de la historia local, dejaron constancia de que poco, por no decir nada, tuvo que ver el sentimiento ecologista con la manifestación que terminó en tragedia.
Yo soy de la misma opinión que ellos pues, en aquella época, nadie había oído hablar del concepto de ecologismo tal y como hoy lo conocemos. Desde mi humilde opinión, aquella manifestación no fue más que el resultado del choque de dos formas de vida que se vieron obligadas a convivir en la misma provincia y cuya confrontación terminó en el trágico suceso que por todos es conocido. Por un lado, el poder caciquil que hacía y deshacía a su antojo, tanto a nivel local como a nivel provincial; por otro lado, el creciente poder de las industrias mineras que veían en los primeros un obstáculo para el desarrollo industrial de la provincia. 130 años después, basta mirar lo que la industria minera supone para la provincia para entender quién de los dos poderes salió triunfante.
Aún así y, pese a los estudios bien documentados por los historiadores locales, desde la capital parecen hacer oídos sordos y se empeñan en defender aquella manifestación como la primera protesta ecologista de la historia. Se equivocan, señores. Ya en alguna localidad alemana se manifestaron por temas ambientales, un siglo antes, tal y como afirma y reafirma D. Aquilino Delgado. Incluso en Huelva, en enero de 1887, ya se manifestaron en contra de los humos. En Riotinto, aquella tarde de febrero de 1888, miles de personas se manifestaron para pedir unas mejoras en las condiciones laborales y ningún minero reclamó que se suprimieran las teleras. Igual que hoy en día, pocos serían los obreros de la capital que secundarían una manifestación para eliminar el Polo Químico de Huelva.
En la conferencia intervino un representante de la Mesa de la Ría argumentando que muchas protestas estaban relacionadas con la afección a la salud. Y tal vez tenga razón, pero suprimir las teleras acarrearía más problemas de salud en aquel momento pues, ¿cuántas familias se quedarían sin su sustento?, estoy convencido de que el hambre es menos saludable que el humo. No discuto lo nocivo de aquellos humos, faltaría más. Lo único que pongo en duda es que aquella manifestación sea el germen del ecologismo en el mundo, tal y como parece que se pretende desde la capital.
En el salón de plenos del Ayuntamiento de Riotinto se congregaron numerosos estudiosos del tema y, la gran mayoría, se mostraba en desacuerdo con la proposición del día 4 de febrero como Día Mundial del Ecologismo. Me sorprendió que, desde la capital, se pretenda seguir adelante con un proceso sin escuchar ni atender a los principales afectados. Por desgracia, no sería la primera vez.
La gente de Riotinto nunca fue dueña de su tierra, hasta el aire que respiraban era de la todopoderosa Rio Tinto Company Limited. Tras los ingleses, otras compañías fueron saciándose con lo que las entrañas de estas tierras escondían. Incluso hoy, 130 años después de aquella aciaga tarde, son compañías foráneas las que escarban en estas tierras, teñidas de sangre…
La gente de Riotinto tampoco fue dueña de su propia voz y, hasta hace poco, tan sólo se escuchaban otras voces hablando de lo que había ocurrido en su propia tierra. La gente de Riotinto tan sólo es dueña de su historia, dejemos pues que la cuenten, escuchemos lo que quieren decir y no tergiversemos su historia, lo único que tienen y que quieren gritar…