Nicolás Salas, el periodista y escritor sevillano que desveló el testimonio del médico Pedro de Seras Romero de Tejada sobre el fusilamiento de la columna minera el 31 de agosto de 1.936, falleció este martes a los 84 años de edad en el Hospital San Juan de Dios de Bormujos (Sevilla), donde ingresó hace unos días con problemas respiratorios.y cardíacos.

Aunque como escritor es más conocido por su novela ‘Morir en Sevilla’, con la que ganó el Premio Ateneo de Sevilla en 1986, su labor es fundamental para la historia de la Cuenca Minera de Riotinto gracias a su obra ‘Sevilla en sepia’, donde el autor dio a conocer el llamado ‘relato de un testigo’, redactado por el citado facultativo encargado de certificar las muertes de parte de los mineros de la compañía Riotinto que fueron fusilados en las murallas de la Macarena de Sevilla.

Tal y como expone el propio Salas en este libro, el ‘Relato de un testigo’ le fue entregado por el propio hijo del médico, Pedro de Seras Ledesma, quien quiso así “cumplir la voluntad de su padre, que pidió que se publicara después de su muerte”, señala el autor, quien consideró que tal relato, con una extensión de tres folios, es un “documento único” y “de excepcional valor histórico”, así como “un testimonio fiel de la tragedia vivida por los españoles en la guerra civil”.

Tinto Noticias -el periódico digital de la Cuenca Minera de Riotinto- ha querido trasladar a sus lectores la siguiente selección de algunos de los fragmentos más destacados del relato:

…Yo es la primera vez que asisto a una ejecución, pero tan enorme como solo se recuerda en la invasión francesa con los fusilamientos ordenados por Murat. Un oficial del Ejército se coloca junto a la puerta de la celda, lleva un papel en la mano y comienza a leer en voz alta unos nombres; los llamados van apareciendo en la puerta y alineándose en el patio, así hasta 67, sus aspectos son indescriptibles, gente campesina de rostros tostados por el sol, van pelados al rape, con barba de quince días, la palidez de sus rostros y el descuido de sus barbas hacen de ellos espectros. Yo los admito en su valor, pues valor es poder permanecer de pie y alinearse a la voz del oficial. De pronto uno de ellos no pudiendo aguantar más la angustia de su pecho, rompe a llorar con un llanto nervioso y desgarrador. El llanto, como la risa, es contagioso, y aquel primer grupo de 12 mineros llora ante la proximidad de la muerte. Alguno con más espíritu quiere infundir entereza al grupo y me pide un cigarro, lo enciende y empieza a fumar aparentando despreocupación, es solo un momento, pronto empieza también a acongojarse. Piden agua, beben con avidez. Con resignación se dejan poner las esposas. Se pasa lista una y otra vez. De ellos se hace cargo un piquete de la guardia civil que firma la entrega. Se abre una espesa reja y el grupo desaparece entre los duros barrotes. Los van a fusilar en el sector de Amate. Es en ese momento las 4 y cuarto de la mañana.

Instantes después aparece el segundo grupo de mineros, este es de once individuos. El mismo aspecto que el anterior, pero contrasta su gran serenidad. Se alinean silenciosos. Destaca del grupo por su aparente tranquilidad el que hace el tercero de la fila. Es un hombre delgado, alto, con el pelo sin cortar. Tiene apariencia de dirigente. No deja de mirarnos fijamente, como desafiando. Debe ser un verdadero idealista. Llama a un oficial con el que cambia algunas palabras que no oímos. La aparente entereza de este grupo me devuelve la tranquilidad. Todos son esposados. Cumplidos los trámites de la entrega, el grupo se pone en marcha. Al desfilar delante de nosotros, el tercero de la fila nos dedica una mirada despreciativa al tiempo que dice, “¡Qué vivan ustedes muchos años, para hacer muchas cosas como esta!”. Pobre hombre, marchó a la muerte con un valor y una serenidad digna de mejor causa. Dios lo haya perdonado.

Cuando nos vemos solos respiramos, aun quedan cuatro grupos y yo tengo que presenciarlo todo, pues mi grupo es el último. Aparecen sucesivamente el grupo 3º, 4º y 5º, más o menos lo mismo, pero con mucha menos entereza que el segundo. En todos las mismas caras de atontados, con el mismo mirar vago e inexpresivo. Parecen que son los mismos que los traen de nuevo…

…Por fin aparece el que yo llamo mi grupo. Destaca de seguida de entre los once un hombre de mediana estatura, con una blusa blanca como las que usan los camareros, que en tiempos fue blanca. Es un pobre hombre, que seguramente inocente, no se resigna a morir. Al verme a mi que soy de entre el grupo el único que viste de paisano, el hombre se dirige a mi para contarme su historia, me dice que no tiene nada que ver con este asunto, que es de Valverde del Camino, y que estando a las puerta de su casa, vio pasar unos camiones que lo invitaron a subir, pero que él ni sabía a lo que venía ni siquiera estaba enterado que había estallado la revolución. Tiene un recuerdo para su mujer y dos niños pequeños, y pide clemencia. Todo esto dicho con palabras atropelladas entremezcladas con sollozos. Yo procuro calmarle, profundamente conmovido por el relato de este infeliz engañado por dirigentes que a estas horas estarán bien a salvo y con toda tranquilidad. ¿Cuándo se desengañarán los pobres obreros del crimen que con ellos cometen los jefes maexistas?…

…Ya en el camión se les ordena por los guardias que se sienten, así lo hacen y el camión se pone en marcha. Salimos al exterior, allí espera un gran camión cargado con soldados Regulares de Ceuta encargados de la ejecución. La triste caravana se pone en marcha, primero un coche de turismo en el que vamos nosotros, después el de los mineros, por último el de los Regulares… Por fin llegamos al lugar de ejecución, las antiguas murallas romanas de la Macarena, frente al Hospital Provincial. Los camiones se detienen y los guardias ayudan a apearse a los reos. Con agilidad de felinos los Regulares saltan del camión y rápidamente forman el piquete. Hay muchos curiosos que de lejos quieren ser testigos del horrible cuadro. Los mineros son conducidos al pie de la muralla. Van con paso resuelto a la muerte. De pronto el hombrecillo de la blusa blanca se vuelve hacia nosotros y llama al religioso, éste se acerca, le pide que interceda por él, que lo manden al Tercio, pide clemencia. El instante es extraordinariamente trágico. El oficial, queriendo evitarnos esta escena da órdenes enérgicas. Entonces el hombrecillo de Valverde se vuelve a mi y me da una medalla del Sagrado Corazón de Jesús que llevaba en el pecho. Nos retiramos. Se oyen enérgicas las voces del mando. Todo está dispuesto. Miro al grupo de mineros, todos han contraído el cuerpo esperando la descarga que los destroce. ¡Fuego! Una detonación horrible nos hace estremecer. La fila de los infelices mineros se desploma a pie de la muralla vieja de veinte siglos. Así pagaron unos infelices analfabetos el absurdo intento de oponerse al movimiento militar con las solas armas de sus cartuchos de dinamita. Sevilla lunes 31 de agosto de 1936.