El timbre inconfundible -e indefinible- no de la verdad -tal vez sí de la condición- humana, sino de la mala escuela, la de las cloacas, los navajazos, el «todo vale» y el tan manido -tanto como real- «quítate tú para ponerme yo». Eso, y no lo que el poeta Antonio Machado percibía de la voz de Pablo Iglesias Posse, el abuelo, el fundador del PSOE, es lo que subyace, lo que emerge en el pseudoconflicto abierto en la agrupación provincial de Huelva, inventado, fabricado, como si se tratara de un tablero más -ensayo previo, colateral y hasta inoportuno- de una guerra que se disputa en otro lugar, con piezas movidas -o influidas-, a modo de acción-reacción -véase la tercera ley de Newton-, por los hilos de San Vicente y Ferraz.

Eso, y no los principios, las ideas, la existencia de proyectos diferentes o contrapuestos para un fin compartido, es lo que asoma ahora, de nuevo, desde los bajos fondos del centenario partido del puño y la rosa, lo que vuelve a sobresalir, desde ahí donde ha estado siempre -aquí y en todos lados, porque es intrínseco a las personas-, para solapar con su lodo lo importante, lo urgente, la razón de ser, la esencia, para dar la sensación de que no la hay, para apartarla a un segundo -o al último- plano, para posponer -quizás sine die- la consecución de las metas, de la utopía, la igualdad, como quien asume que, al ser ya de por sí inalcanzable, puede dejarse de buscar, de perseguir, y se despeña con ello por el precipicio del error, hacia el abismo de la inutilidad, de lo prescindible, de la irrelevancia.

El juego, el mismo. Las reglas, ninguna. La muerte anunciada de Ignacio Caraballo como secretario general del PSOE de Huelva y presidente de la Diputación -ha prorrogado demasiado su papel de instrumento de transición, como se definió en 2012 ante la militancia, y el tiempo, junto a los adelantados idus de marzo, se ha vuelto en su contra- sigue el esquema de siempre. Es el modus operandi, perfeccionado, que padecieron, entre otros, los guerristas en su resistencia ante los renovadores, que tumbó a Borrell tras imponerse a Almunia en una segunda mitad de los 90 para olvidar, que derrotó a Carme Chacón en 2012 o que derrocó -para, cual mártir, encumbrarlo en su pasada de frenada- a Pedro Sánchez con la dimisión de 17 miembros de su Ejecutiva en 2016. En todos los casos se repetían precursores; en los recientes se incorporaban alumnos aventajados -y víctimas- de esa asentada mala cátedra, a la que se agarran, sin saber replegarse, porque a ella, a la puta política, han dado sus vidas, desde muy jóvenes, porque fuera de ella ya no hay nada.

Los tambores, desde entonces, lejos de apaciguarse, irrefrenables, no han dejado de sonar y en el estruendo de cada golpe, en la espesura dejada por el eco de esta dicotomía eterna en la que el socialismo se bate -y se abate-, se pierde el programa, el modelo de provincia, sus problemas y sus soluciones… Y en Huelva, referente rojo en el mapa de España hasta en los peores instantes, ahora laboratorio experimental de la porfía interna, se precipitan, se equivocan, porque la batalla es orgánica (y ésta ya llegará, para debatir, para corregir, para renovar), no institucional -y pública, para alargar, con la pugna por la presidencia del ente supramunicipal, la sombra, el bochorno, de espectáculos pretéritos, la vergüenza de una militancia cariacontecida, impotente, que no habla, que sufre, que paga con su sangre.

Se equivocan, y duele, máxime en este momento, en plena pandemia, porque no toca, y porque tampoco se habla de lo trascendente, de la transformación de la sociedad onubense, de lo que lleva demasiado tiempo -décadas- postergado, de las infraestructuras, de los sectores productivos, de las minas y la diversificación de sus áreas de influencia, para que, cuando vuelvan a dejar de ser rentables, quienes las explotan -como hicieron otros- no dejen tan sólo una tierra esquilmada y degradada; de la ganadería extensiva, de su sostenibilidad, de la dignidad de su trabajo; del turismo, de la estacionalidad y la precariedad laboral; de la agricultura, de la innovación, de sus condiciones, de la inmigración; de la pesca, de su futuro; de la educación pública, de su blindaje; de la sanidad, de las insoportables esperas que abocan -a quienes pueden- a optar cada vez más por la privada; de la cultura, que la olvidamos, que nos hace libres.

Pero no se habla. De eso no. Silencio, larga noche de sables. Desventura. Ya lo decía el desaparecido José Antonio Labordeta en su despedida de Las Cortes: «se quedan los guapos, nos marchamos los buenos».

Por Pablo Pineda, periodista, exmiembro de la Comisión Ejecutiva Provincial del PSOE de Huelva e integrante de la Agrupación Socialista de El Campillo