Entramos en octubre. Conciencia plena de que el curso escolar está ya en plena efervescencia. Pronto comenzarán las evaluaciones iniciales, las salidas escolares, los primeros puentes (qué bien viven los maestros) y toda una rutina de acontecimientos que marcan los ritmos escolares. Atrás quedaron los saludos de septiembre, la pereza del inicio que aún arrastra el sabor de las tardes de verano, el pellizco en el estómago del primer día de clases.
Con ese pellizco siempre hay una emoción contenida, que aúna miedos, esperanzas, ilusión, reflexiones sobre la educación, la juventud, el papel docente, el mundo en que vivimos… todo un remolino en la boca del estómago. Muchos sentimientos me trasladan a mi propia infancia y adolescencia, recuperadas cada inicio de curso, no con nostalgia, ni idealización del pasado, sino como punto de partida de lo que hubiera querido, o necesitado, aprender.
Así, como docente me propongo, cada curso, retos, más allá del temario de Lengua Castellana y Literatura. Educar la sensibilidad (contemplar un paisaje, cuidar nuestro entorno, abrazar a un amigo que vemos desvalido, escuchar la lluvia), transmitir el gozo estético (una pintura que nos conmueve, un poema que nos atraviesa), contagiar el placer de la lectura, contar la historia de los logros de la clase trabajadora (jornadas de ocho horas, derecho a sindicarse, a la huelga, cuántas involuciones), dar herramientas, en fin, para asumir los golpes, reponerse, seguir caminando. En esta época del consumo rápido, de lo superficial en todo, hay que tener valor para querer educar para vivir.
Por Susana Pedraza