En 1933 apareció en España un librito que recopilaba publicaciones periódicas, cartas públicas, entrevistas y declaraciones de Albert Einstein a lo largo de veinte años, titulado La lucha contra la guerra, editado por Nervio. Aparecía el científico como el modelo ético y moral de un pacifista militante que no dudó en oponerse al patriotismo nacionalista, a las autoridades o Estados, a la militarización de la sociedad y al negocio de las armas, que pidió el boicot económico y que mantuvo una posición activa en defensa de la paz mundial. En 1986 fue rescatado por Ediciones La Piqueta, y tal vez hoy, tantos años después y ante la coyuntura política, económica y social que vivimos, deba ser recuperado.

Si bien los años 30 del pasado siglo, cuando parecía que todo era posible, al menos en Europa, no fueron definitivamente buenos tiempos para la lírica, como cantara Brecht, las convulsas olas de violencias sistémicas no sólo no han menguado en lo que va del siglo XXI (a pesar de las Declaraciones Universales, los organismos internacionales o los actuales Objetivos de Desarrollo Sostenible para 2030), sino que se abren frentes continuos que atentan a la dignidad de mujeres y hombres y a nuestro legítimo derecho a vivir en paz.

Estos frentes de batallas, inherentes al orden dominante en el que habitamos, que van más allá de los conflictos entre Estados, ponen de manifiesto los males sociales y económicos de nuestro mundo: explotación, control de los bienes básicos, desigualdades e injusticias, pobreza, precarización de los trabajadores/as, autoritarismos, estructuras patriarcales y machistas, abusos sexuales, malos tratos, mil formas de violencia en definitiva. Es importante pensar entonces qué papel tiene la escuela, qué lugar ocupa ante esta realidad.

Un mapeo de estas formas de violencia nos coloca en una posición que nos permite ver con perplejidad imágenes de las calles de Madrid (y parte del Estado español) tomadas por derechistas a lo Trump que arrojan piedras, intimidan a los periodistas y transeúntes y cortan el tráfico defendiendo la unidad de España, como en los manuales de los años 40, grande y libre, frente al legítimo Gobierno en funciones de Pedro Sánchez y la futura ley de amnistía. ¿Qué sería de su genealogía familiar, la de esos mismos fascistas que ahora ocupan las calles, si durante la Transición democrática no hubiese habido una Ley de Amnistía que los salvara de la vergüenza de tener entre sus predecesores a genocidas o colaboradores del genocidio franquista? ¿Qué sería si en compensación por sus crímenes de lesa humanidad, durante cuarenta años de dictadura, el Estado les hubiese expropiado sus bienes para damnificar a las víctimas? Qué suerte tuvieron con la Ley de Amnistía y desmemoria. A pesar de todo el ruido y el espectáculo, podemos decir que ni Oriol Junqueras, encarcelado durante cuatro años, junto a otros los presos políticos, ni Carles Puigdemont, tienen sus manos manchadas de sangre.

Igualmente, asistimos estupefactos a la escasa condena de los países occidentales al exterminio que los sionistas israelíes están llevando a cabo desde hace décadas, pero con magnitud espeluznante desde hace poco más de un mes en la franja de Gaza y Cisjordania. Según cifras de la organización ‘Save de Children’, en los últimos 30 días “4.008 niños y niñas han muerto en Gaza y otros 1.270 están desaparecidos, presuntamente sepultados bajo escombros”. Muros de la vergüenza (en Gaza o en México), expolio, ocupación, ataques a hospitales y a la población civil como objetivo militar… Continúa, asimismo, para escarnio de Occidente, la guerra en Ucrania, desde febrero de 2022… ¿Datos, números, bajas? Todo se contamina del lenguaje bélico, de ataques y armas, refugiados, éxodos, combates, misiles, toma de posiciones, muerte…

Más allá de los Estados, de los intereses geopolíticos o geoestratégicos, otras formas de violencia nos envuelven. Son a veces sutiles, nos quiebran, nos matan un poco, aunque sigamos respirando, dejan huellas indelebles en nuestros espíritus, pues ya no somos los mismos después de haberlas sufrido. La ejercen serpientes camaleónicas, con sus pieles múltiples ante la sociedad, sus lenguas bífidas. Son los mentirosos, los hipócritas, los cobardes, vestidos de curas o de respetables ciudadanos cívicos, incluso solidarios. Así, un reciente informe sobre los abusos sexuales por parte de la Iglesia Católica, realizado por el equipo del Defensor del Pueblo, Ángel Gabilondo, denuncia que al menos 440.000 personas, en su mayoría menores, han sido abusados por miembros del Clero en España, fundamentalmente en el ámbito escolar. ¿Cómo recuperar una vida? ¿Quién reconstruye una infancia robada? Por otra parte, según la Delegación de Gobierno contra la Violencia de Género, ya han sido asesinadas en este año 52 mujeres en España víctimas de esta forma de violencia, dejando 51 huérfanos menores de edad… Son miles las denuncias. ¿Cuántos horrores en el espacio de una casa? ¿Cuánto silencio impuesto hasta la asfixia? ¿Cuánto grito callado?

A pesar del individualismo narcisista al que nos invita el mundo actual, retomamos la pregunta previa, ¿Qué papel tiene la escuela? ¿Puede permanecer indiferente ante tal estado de violencias consumadas? ¿Para qué celebrar el día de la Paz, cada 30 de enero, si permanecemos impasibles ante la realidad que nos rodea? ¿Cómo no hablar de lo que está pasando en cada clase, en cada claustro? ¿Qué sentido tiene hacer un discurso cursi y sentimental que firmaría hasta un militar, dibujar las palomitas picassianas o las grullas de origami si no somos capaces de contribuir a la formación de ciudadanos/as libres, críticos/as, capaces de pensar por sí mismos/as? Qué duda cabe que ser hombres y mujeres libres implica riesgos, tener una conciencia crítica que nos permita pensar por nosotros mismos/as, más allá de los discursos dominantes, aunque la voz de uno(a) sea marginal, se quede solo/a. Defendamos la paz en cada claustro, en cada aula, en cada asamblea o Consejo Escolar. Dotemos de contenido vital y útil para la sociedad esos espacios donde domina la burocracia y pongamos vida. Retomemos los viejos conceptos de solidaridad, fraternidad, apoyo mutuo, cooperación entre los pueblos y rechacemos activamente todo tipo de violencia y a quienes la ejercen, rehusemos cualquier acto que atente contra la libertad de las personas y la dignidad del ser humano.

En enero de 1931, en una entrevista de la Universal Service, titulada ‘Sacrificándose por la paz’, decía Albert Einstein: “Nada de lo que yo pueda hacer o decir cambiará la estructura del universo. Pero, tal vez, alzando mi voz pueda contribuir al triunfo de la más noble de todas las causas: buena voluntad entre los hombres y paz en la tierra”.

Por Susana Pedraza, profesora de Lengua y Literatura del IES Pablo Neruda de Huelva