Por Francisco Contreras (Isla Cristina)
Es un secreto a voces en Chile que, cuando a Pinochet sus “modernos” asesores civiles, vicarios del gurú de los nuevos tiempos: M. Friedmann, presentaron una proyección del plan de privatización del sistema público de salud y seguros sociales, decidió dejar fuera de esta receta neoliberal, alarmado ante sus más que probables efectos secundarios, la previsión social y cobertura sanitaria de los miembros del Ejército, a la sazón compañeros de armas y pilar del régimen.
Poco antes, nuestro dictador doméstico, Franco, había decidido igualmente gratificar tantos años de fidelidad a sus militares y funcionarios civiles de carrera con la creación de entidades para su cobertura sanitaria exclusiva, en paralelo al naciente y largamente precario régimen general. Por sucesivas disposiciones legales, desde 1963 a 1975, nacerían la Mutua de Funcionarios de la Administración Civil del Estado (MUFACE), la Mutualidad de Funcionarios de la Administración de Justicia (desde el verano de 1978, MUGEJU) y el Instituto Social de las Fuerzas Armadas (ISFAS).
Prorrogado este sistema MUFACE tras la gran reforma del INSALUD por el primer gobierno de Felipe González (1982-6), con E. Lluch en el Ministerio, y sobreviviendo incluso a la más reciente salida del dictador del Valle de los Caídos, los responsables de Sanidad han reconocido que dicha singularidad viene “distorsionando el mapa de servicios sanitarios del país” desde entonces.
Este mutualismo privativo de los funcionarios del Estado central ha conllevado un desembolso anual mil millonario, en tendencia expansiva, de fondos públicos hacia el negocio privado de la enfermedad, en proporción al ostensible incrementado de la masa de empleados públicos en dichos años (maestros y profesores, los distintos cuerpos y escalas administrativas, policías nacionales, militares y guardias civiles, jueces…). La inmensa mayoría, sin distinción de posiciones ideológicas por tanto, ha continuado reclamando este beneficio que le reservara el antiguo régimen franquista: un seguro privado a costa de los presupuestos generales. Dicho esto, también cabe subrayar que un número testimonial ha elegido en este tiempo la sanidad pública como opción dentro de MUFACE, ya por un sólido compromiso ético personal, ya por confiar sólo en ella “para las cosas importantes”, frente a las comodidades de resort sanitario de la clínica privada que viene actuando como gancho para la masa.
En virtud de estos regímenes especiales, junto con el extinguible de “clases pasivas”, se podría afirmar que el funcionariado de la Administración central no ha participado de la misma manera que el resto de los trabajadores españoles al proyecto colectivo sancionado en el 78 como Estado social, pivotante en la previsión solidaria y mancomunada ante la enfermedad y la vejez, esto es, la Seguridad Social.
Con este escenario de fondo, durante este pasado mes de noviembre ha saltado a la prensa que, convocadas a la mesa de negociación con el Estado para el convenio del próximo año, las aseguradoras sanitarias han llegado con un propuesta de incremento porcentual de las primas que no baja de los dos dígitos, a todas luces inasumible por los responsable públicos. Este tour de force de las compañías viene precedido por la decisión de la Agencia Tributaria de suspender la desgravación en el IRPF de las coberturas sanitarias privadas contratadas por el conjunto de españoles.
Ante la resistencia del gobierno, y con la coacción de eventual conflicto colectivo manifestado por alguna organización corporativa de funcionarios, se vuelven a escuchar, como en algún otro intento fallido de algún gobierno anterior, los consabidos argumentos de quienes defiende el viejo statu quo de este mutualismos residual: “no es el mejor momento” (¿cuándo lo es?), “hay que planificarlo con más antelación” (¡¿desde 1982 no es suficiente?!) o que una avalancha de un millón de nuevos usuarios (funcionarios y familiares) “colapsará” la red sanitaria pública el 1 de enero de 2025.
La red pública ha superado otros “apocalipsis” hace poco, no sólo por asumir casi todos costes de la reciente pandemia, incluyendo los de funcionarios en busca de vacunas en ambulatorios que nunca habían pisado antes, también frente a una estrategia sistemática de recortes por parte de diferentes gobiernos autonómicos convertidos en cooperadores necesarios de las políticas públicas de M. Rajoy a raíz de la anterior crisis económica.
En estos últimos años, son frecuentes en la prensa de provincias noticias alertando de las desaparición de tal o cual servicio de oncología, neurología, neurocirugía, cirugía general, cirugía mamaria, hospital infantil…, en centros sanitarios de ciudades pequeñas y medianas por falta de recursos o de especialistas. Porque éstos, o han terminado tirando la toalla ante el deterioro de sus respectivos servicios, o han encontrado en la floreciente red privada, concentrada en grandes urbes, mejores condiciones laborales.
El seguro privado, como la banca, siempre gana o de eso se trata. El Ministerio les ha acusado recientemente, revelando otro de tantos secretos a voces en España, de seleccionar a sus usuarios en función de la gravedad o cronicidad de las patologías, de manera que los mutualista con enfermedades más onerosas terminan siendo derivados a la red asistencial pública. A su vez, no resulta insólito el caso del funcionario que, tras toda una vida laboral con tal o cual aseguradora, pasa a la Sanidad Pública al jubilarse, cuando más atención sanitaria requiere y no puede hacer frente a una elevada prima que debe costearse de su bolsillo. Así pues, parecería que, lejos de ser esa “joya de la corona” del Estado social, la sanidad pública tiene el papel de ente subsidiario en ese oxímoron conocido como “sistema nacional de salud”.
En definitiva, la verdad incómoda, en la España de 2025, es que un sistema mutualista que hunde sus raíces en la concepción corporativa del Estado franquista no es sostenible, al menos por economía del bien común. El derecho a la salud de todos y cada uno de los españoles está y debe estar garantizado en condiciones de igualdad por una red asistencial financiada con fondos públicos, a la que debería destinarse en adelante esos mil millonarios recursos públicos que supone el pago de dichas coberturas médicas privadas. Sería como menos que paradójico recordar a los servidores públicos de un Estado democrático que una prebenda no es un derecho, que no cabe prorrogar por más tiempo una prebenda preconstitucional.
En definitiva, erradicar las persistentes y poliédricas sombras de un dictador, llámese Pinochet o Franco, no es fácil. No termina con renombrar callejeros de ciudades y pueblos, aplazado dicho sea de paso hasta hace poco porque nunca pareció ser “el momento”, ¡¡tras cuarenta años de democracia!! El momento se mide en función de la voluntad política de los gobiernos, con la determinación suficiente para seguir construyendo un inacabado Estado social y democrático de derecho.