Una Orden de 1938 que prohibió denominar a las personas con nombres como Acracia, Amapola o Libertad se cebó especialmente en la comarca

La necesidad de conocer nuestra historia reciente es enorme. Sus protagonistas aún continúan con nosotros y no siempre son toreros, futbolistas, folclóricas o políticos. Los verdaderos protagonistas son ciudadanos con los que nos cruzamos día a día en las calles de nuestras ciudades y pueblos.

Sin lugar a dudas el suceso más relevante del siglo pasado en nuestro país es el golpe de estado de julio de 1936, un suceso tan estudiado como desconocido que sigue sorprendiendo por la capacidad de transformación social que ejerció.

Una consecuencia de aquel golpe fue el cambio de nombre de las personas, esa identidad personal que, por efímera que sea, nos acompaña incluso desde antes de nacer. Todos y cada uno de nosotros tenemos un nombre, simple o compuesto, heredado o decidido, raro o común, el nombre que nos identifica y distingue.

Durante la Primera República Española, la asignación de nombres anarquistas era una práctica extendida entre quienes no se consideraban católicos. La desafección hacia el poder ejercido desde la curia católica y la extensión de ideales libertarios amplió el onomástico, basado hasta entonces en nombres bíblicos o salidos del Santoral, con nombres como Acracia, Germinal, Amapola, Libertad, Libertario, Perseguido, etc.

El golpe de estado de 1936 y la posterior guerra civil, convertida casi de inmediato en guerra santa por el nacional catolicismo, se ceba de forma dramática no solo contra los ideales libertarios, igualitarios y fraternales de la república, sino también sobre los nombres por su significado anticlerical, anarquista, libertario o simplemente por no encontrarse dentro de los cánones establecidos por la Iglesia.

Una orden publicada en el Boletín Oficial del Estado el 21 de mayo de 1938, consultada por TINTO NOTICIAS -El periódico de la Cuenca Minera de Riotinto-, señala que la Real Orden de 9 de mayo de 1919 “derivó, con el objeto de introducir nombres adecuados a la ideología de aquel Gobierno, mediante un razonamiento paradójico, y confundiendo el interés público con el político, a la consecuencia de admitir como nombres palabras que expresaban conceptos tendenciosos que decían encarnados en su régimen, como Libertad y Democracia, o los nombres de las personas que habían intervenido en la revolución ruso-judía, a la que la fenecida república tomaba como modelo y arquetipo”.

“La España de Franco no puede tolerar… la intromisión de nombres que pugnan con su nueva constitución política”, continúa la Orden, tras lo que señala, por un lado, que “es preciso, por lo tanto, volver al sentido tradicional en la imposición de nombres a los recién nacidos”, y por otro, que el criterio anterior “debe ser reformado para la España Católica en el sentido de que sólo puedan imponerse a los católicos los nombres contenidos en el Santoral Romano”.

En base a ello, tal y como se expone a continuación en el artículo 1º de esta nueva Orden, “en lo sucesivo, al practicar las inscripciones de nacimiento, cuidarán los Registradores Civiles de que no se impongan a los recién nacidos nombres abstractos, tendenciosos o cualquiera otros que no sean los contenidos en el Santoral Romano para los católicos, pudiendo -eso sí- admitir nombres de personas de la antigüedad que disfrutaron de honrosa celebridad”.

La Orden afectó especialmente a personas de la Cuenca Minera de Riotinto, como algunas, por ejemplo, a quienes sus padres habían puesto los nombres de Acracia, Olga y Violeta y que posteriormente tuvieron que ser bautizadas con los nombres de Gracia, María del Carmen o Margarita, respectivamente. Son solo tres de los muchos ejemplos que se dieron en la comarca minera, una zona en la que se había extendido de manera especial aquella tendencia iniciada en la Primera República de asignación de nombres anarquistas.