Esta es la vida contada de Lucius Iulius Reborrinus, el alfarero de lucernas mineras de Riotinto. Una historia inventada basada en dos extraordinarios hallazgos arqueológicos fortuitos descubiertos en las Minas de Riotinto. Uno encontrado en la necrópolis romana de la Dehesa y otro en el poblado minero de Cortalago.

Lucius se levantó temprano, mucho antes del alba. Hacía frío y las nubes bajas cubrían aún los valles de Sierra Morena. Se calzó sus zapatillas de esparto y se dirigió a las dependencias del fogón. En la hornilla prendió una pequeña fogata con unos palos finos de madera de encina; el día anterior había comprado en el mercado unos puñados de café de cebada, su preferido, ya que le daba fuerzas para toda la jornada y en una olla de barro hizo un poco de café hervido. Bebió lentamente degustando cada sorbo, a la misma vez que olía ese aroma matutino en la oscuridad y el silencio de la noche. Lo acompañó con una buena hogaza de pan de trigo que había elaborado en el horno de leña días antes. A él le gustaba la corteza, dura, un poco resquemada y llena aún de harina. En una vasija de barro cocido con tapón de corcho tenía un poco de aceite de oliva, verde, de gusto amargo y sabor intenso y esparció un poco de ese líquido verdoso por la rebanada de pan.

Tenía por delante un día de mucho trabajo, le habían encargado un lote de quinientas lucernas para las minas de Aljustrel, situadas al sur de la provincia romana de Lusitania. Lucius Iulius había nacido en Olisipo, que después sería la capital de la provincia. Su padre le había enseñado la profesión de alfarero y en su juventud se fue a las minas para trabajar en su gremio. Las lucernas mineras que Lucius elaboraba en su pequeño taller eran de buena calidad. Seleccionaba la arcilla de los mejores campos; con su rehala de mulas iba hacia el sur, camino del Alentejo, para buscar la argamasa que fuera resistente para aguantar tanto el calor intenso de la llama, como los golpes que le daban a esa pieza de barro para trasladarla de uno a otro sitio.

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