La actuación tuvo lugar en el Teatro de la Maestranza de Sevilla
Aunar en una sala a todas las generaciones a la escucha de música contemporánea es difícil. Esto hizo Sevilla en la segunda semana de abril: la sala “Manuel García” del teatro de la Maestranza se abarrotaba para asistir al concierto de percusionistas cuyo programa se dedicaba a autores españoles del siglo XX. Dicho concierto era el séptimo de la XIV temporada de la Orquesta Sinfónica Conjunta; el V Encuentro internacional de Compositores, que transcurría en paralelo, atrajo la atención de autores de Alemania y Polonia.
Inicio vigoroso el de Acte préalable de Francisco Guerrero: cuatro percusionistas nos llevan a los sones primigenios de la Tierra en que el estrépito se doma con un estudiado juego de contrastes. Empezaron con tambores para luego incorporar el gong y la marimba hasta conseguir una jugosidad rítmica de las mejores escuelas.
Después vendría Estratos, de César Camarero, que agrega un saxofón a la plantilla de percusión. El solista Alfonso Padilla fue adentrándonos en un discurso cada vez más rico, que alcanza su apogeo hacia el final en una música original y expresiva. La inteligente escritura del compositor deparó momentos mágicos donde aparecían nuevas sonoridades, como las campanas. Las cuatro marimbas junto al saxo cerraban deliciosamente la obra.
Tras el descanso, Pocket Paradise, de Jesús Rueda. Su concepción es establecer un ciclo mediante la percusión del mismo cuerpo humano. Seis consumados intérpretes se daban golpes en el torso, las pantorrillas, las palmas y taconeaban con desparpajo; su rítmica tenía algo de arte flamenco, habilidoso en cambiar lo ternario por lo binario. De pronto, se levantan y tocan instrumentos en un discurso caudaloso que recorre marimbas, cajas y platillos en un firmamento sonoro sin parangón. Es en ese arrobamiento cuando suenan las olas del mar, pregrabadas; aquel efecto, muy cinematográfico, hizo callar a los músicos para después inspirarlos en notas sueltas, como si describieren una supervivencia. La textura de la música está muy estudiada y el oleaje retorna una y otra vez con matices más cavernosos, diríase espectrales. Entonces, el sexteto abandona los instrumentos y vuelve a la posición inicial, delante en el centro del escenario, en un proceder típico de una obra de teatro. Ahí prorrumpen en toques redoblados por cajones hasta retomar el discurso del principio.
Y el onubense Francisco Martín Quintero, nacido en 1969 y que fue ganador del XXXIII premio de Composición “Reina Sofía”, cerraba este concierto, con el estreno absoluto de su obra Inmanencia quinta, del árbol, la fragua y la piel, partitura imponente escrita para dieciséis instrumentos. Un lienzo sonoro audaz y evocador donde el alma del sonido nos habla a través de marimbas, timbales, crótalos, tambores, xilófonos y cajas china. La partitura comienza con unos sonidos muy profundos que hacen las baquetas rotando por la membrana de la percusión; variedad de instrumentos entran en diálogo para producir un eco en la orquesta, donde se va produciendo efectos apaisados (muy bonito el pasaje donde cuatro instrumentos remedan el motivo de otro). Más adelante suena un ritmo tribal enriquecido contrapuntísticamente y luego se crea una armonía bellísima hasta cambiar el ritmo. Todo se abre en una música intensa que enciende el ánimo entre estos dieciséis percusionistas, que logran una precisión admirable. El juego de dinámicas fue determinante para el éxito de esta interpretación. Martín Quintero nos sobrecogió con su partitura, cuya sutileza extrae lo mejor de cada instrumento y en su estreno convencía de que la música es un amor incondicional hacia nuevos horizontes.
Desde el podio Juan García dirigió estas obras con pulcritud y elegancia, todo lo que el lenguaje actual merece para que despierte el entusiasmo del público.















