El último parte de guerra del ‘Generalísimo’, firmado el uno de abril de 1939, no acabó con la incivil guerra, solo con la de trincheras al alcanzar los sublevados contra la II República, “los últimos objetivos militares”. A partir de ahí España, una vez “cautivo y desarmado el Ejército Rojo”, vivió otra guerra, la de la planeada represión. Y el poeta alicantino Miguel Hernández la vivió como nadie en sus carnes, en su alma y en nuestra serranía, convertida en involuntaria protagonista de su infortunio. Pasó de largo por estas minas, tan rápido como podían marchar los vetustos camiones de entonces, por aquellas serpenteantes y socavadas carreteras. Miguel con prisas de fuga montó en uno, desde Valverde del Camino, buscando la supuesta `raya´ salvadora de Portugal.
Miguel Hernández no podía pasar desapercibido en aquella exaltación victoriosa del franquismo. Imposible. En la revista Nerva (2002), editada por Granados Valdés en Madrid, afirmaba Gloria Guardia que el poeta “logró dejar su huella, su voz propia, henchida de humanidad y perseguida por el sino de la muerte, esculpida para siempre en la sensibilidad poética española”. Esa huella estaba unida, además, no solo a su vibrante poesía, sino a su compromiso con la II República, significándose por sus poemas, por su afiliación al Partido Comunista y por su activismo en el Quinto Regimiento de Milicias Populares, el símbolo del nuevo Ejército Popular que improvisó la II República para enfrentarse al mejor organizado ejército del bando golpista. El 23 de septiembre de 1936 se alistó como simple soldado, guardando la cola del cuartel-sede instalado en el antiguo convento de la calle Francos Rodríguez de Madrid (viví al lado varios años y sentí la emoción de lo que representó aquel histórico lugar). Su cédula militar n.º 7.590 lo inscribe como mecanógrafo, ya que había ejercido tal función en el equipo que elaboraba la Enciclopedia Los Toros, de José María de Cossío, y presenta su carnet del PCE con el n.º 120.295. Una afiliación comunista, en su compromiso político-social, a la que había contribuido Rafael Alberti y María Teresa León, quienes como la mayoría de intelectuales de la República permanecerán en la retaguardia, bien acomodados en la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Miguel Hernández Gilabert no, como zapador se va a manchar de barro cavando trincheras y entrará en acción con su fusil defendiendo la Madrid, hasta que es nombrado comisario político del llamado Batallón del Talento, de la 11ª División, centrado en actividades culturales y de propaganda. Ahí completa su actividad revolucionaria, armada e intelectual que con el tiempo será determinante en su condena a muerte. Él se va a considerar un miliciano de la cultura, acudiendo a varios frentes para elevar el ánimo y la moral de quienes están luchando por la II República. Su compromiso es tal que no entiende cómo los intelectuales de la retaguardia dan fiestas y nutridos banquetes mientras la juventud comprometida pasa hambre y muere combatiendo. Increpa a Alberti y a María Teresa León, sus antiguos amigos valedores en el PCE y organizadores de una de esas ostentosas fiestas, lanzando “aquí hay mucha puta y mucho hijo de puta” y aun se atrevería a escribirlo en una pizarra cuando Alberti le pidió que rectificara. Ya lo había dicho Juan Ramón Jiménez, otro poeta republicano, quien sin medias tintas acusó a estos literatos de retaguardia de “señoritos, imitadores de guerrilleros, exhibiendo sus rifles y pistolas de juguete, con sus monos azules muy planchados”. Fue entonces cuando Alberti rompió su amistad con Hernández y no son pocos los que piensan que marcó el destino del poeta alicantino, al ignorarlo en su huida, cuando no lo incluyó como refugiado en la lista que entregó en la embajada de Chile.
Son planteamientos que nos evocan el 80 aniversario de la muerte (1942) de Miguel Hernández, cuyo destino quedó trazado en nuestra Sierra, cuando él mismo trataba de huir del infortunio, en el que se vieron los hombres y mujeres derrotados en aquella incivil guerra. Fue un sálvese quien pueda, en una República en derrumbe y derrota. Viendo la guerra perdida, en el segundo aniversario de boda (9 de marzo de 1939), Hernández regresó a su pueblo, Orihuela, para ver a su mujer y a su hijo de solo tres meses, y buscando la ayuda de los suyos. Pero el rechazo que obtuvo del influyente clérigo Luis Almarcha (llegaría a ser Obispo de León), que le había ayudado en la publicación de su primer libro de poemas (Perito en Lunas, 1933), hizo que decidiese buscar otros asideros de antiguos amigos, caminantes del mundo literario.
Así llegó a Andalucía, previo paso por Madrid, con un frágil salvoconducto que le consiguió un familiar de Alcoy y 200 pesetas que la familia logró reunir para ayudarlo en la desesperada huida que iba a emprender. Antes acordó con Josefina, su mujer de “ojos profundos y pensativos, guapos, en medio de dos cejas como dos puñaladas de carbón fino”, encontrarse en Lisboa donde buscarían la ayuda de la chilena Gabriela Mistral (en realidad, Lucila Godoy Alcayaga), la única literata en español, aún hoy, con un Premio Nobel de Literatura (1945), que utilizó sus contactos diplomáticos, en su estancia portuguesa, para socorrer a exiliados republicanos españoles que huían del bando triunfante y trataban de alcanzar América. En estación y parada madrileña, Miguel Hernández alcanzó a encontrarse con el poeta falangista Eduardo Llosent, con quien había participado en actos de las Misiones Pedagógicas de la República, quien le alertó de las intenciones del nuevo régimen y del peligro que corría de quedarse en España, por lo que le entregó una carta de recomendación para el poeta Joaquín Romero Murube, por entonces alcaide de los alcázares sevillanos. Pero la mala fortuna, de nuevo, hizo que el Generalísimo, que acababa de firmar que “la guerra ha terminado”, anduviera por Sevilla y Romero Murube no se atreviese en aquel instante a prestar ayuda al `joven poeta comunista´. Y menos siendo el autor del poema “El general pitiminí”, toda una sátira sobre Franco y cuyo original en papel cuché fue presentado como prueba en el juicio que tendría casi un año después.
De Sevilla a Jerez de la Frontera donde pretendía encontrarse sin avisar con otro escritor falangista, Pedro Pérez Clotet, que por entonces dirigía la revista referente Isla, pero Clotet no estaba en Jerez, sino en Ronda. Con la desilusión en el alma, la siguiente parada para Miguel estuvo en Valverde del Camino, a donde llegó buscando al abogado (después conocido notario) Diego Romero Pérez, pero el letrado valverdeño se encontraba en Madrid, haciendo la mili como alférez provisional, y no en su pueblo. No se conocían, pero tanto Llosent como Romero Murube le habían aconsejado que hablara con Romero Pérez, según testimonió el propio abogado. Miguel se encontraba cada vez más desesperado en aquella España, incierta con el destino de quienes habían defendido a la República. Bien decía, “tengo estos huesos hechos a las penas”. Poco dinero y mucho desasosiego e incertidumbre para el hombre poeta. O “el poeta-cabrero”, como lo bautizó Juan Ramón en un artículo sobre el pastorcillo alicantino, que antes de llegar a Madrid escribió al consagrado poeta advirtiéndole que había leído 50 veces su “Segunda Antolojía, aprendiéndome alguna de sus composiciones”. Tal era su admiración por Juan Ramón, otro poeta que a su forma defendió a la República, incluso desde su exilio americano, haciendo campañas para recaudar dinero para la causa.
Pernoctó Miguel en una pensión abrumado por tanto infortunio. Pero en la fonda se encuentra con viajantes y arrieros que le indican cómo por Las Contiendas puede atravesar la frontera portuguesa, muy vigilada y peligrosa por ser zona de contrabandistas. El combativo poeta no se amilana y al día siguiente monta en un destartalado camión rumbo a Aroche. Ahí fue cuando, como su poesía, pasa como un rayo por las minas con destino a la libertad, o eso creía. Antes de llegar a la antigua Arucci Turobriga romana, Miguel se apeó del camión, distrajo el hambre y compró alpargatas con las que adentrarse por las caminas del contrabando. Nueve horas deambulando desorientado intentando esquivar a la Guardia Civil y a los guardiñas salazaristas. Lo consiguió, llegó a Santo Aleixo da Restauraçao el 30 de abril de 1939 y una mano desinteresada le dio aposento y comida. Renunció a quedarse porque necesitaba llegar a Lisboa y en la cercana Moura intentó vender el reloj de oro blanco que su amigo Vicente Aleixandre (Premio Nobel de Literatura, 1977) le había regalado por su boda con Josefina. El reloj se convirtió en prueba acusatoria, ya que el comprador entendió que lo había robado, que aquel pordiosero no podía ser su dueño. Lo detuvieron el 3 de mayo de 1939 y al día siguiente lo entregaron a la Guardia Civil de Rosal de la Frontera, que se inclinó por aceptar la versión del poeta fugitivo y entendieron inicialmente que su único delito fue cruzar la frontera de forma clandestina, pero en el relevo un guardia entrante lo reconoció y ahí se le echaron encima todos los males. El brutal interrogatorio le hace orinar sangre y perder la audición de su oído izquierdo. En aquel pequeño calabozo está por contrabandista Francisco “el Guapo”. Su mujer Manuela y su pequeña hija le llevan comida que comparte con Miguel. Manuela, además, le lava la ropa y a los pocos días al enterarse de que lo mandan a la cárcel de Huelva le envuelve un chorizo para el viaje. Al llegar a la Estación Jabugo-Galaroza, en El Repilado, hay cambio de planes ante un derrumbe en la vía del tren y pasa la última noche en La Sierra, en los calabozos de Galaroza, donde está Antonio Fernández Muñiz, político local republican. Y al igual que en Rosal, su familia, su sobrino Benigno, le lleva la comida que le ha preparado su hermana Carmen y la comparte con Miguel.
La aventura serrana termina porque Miguel va a conocer la primera de las 18 cárceles por las que irá rodando en los próximos tres años, la de Huelva, donde estuvo nueve días, bajo la paradójica acusación de “adhesión a la rebelión militar”, y donde siguieron las palizas para que confesara que había matado en la prisión de Alicante a José Antonio Primo de Rivera, en 1936. Miguel no aceptaría ofrecimientos para congraciarse con los vencedores y escribir en sus diarios, tal como le propusieron el cura-obispo Luis Almarcha, o Cossío o el periodista y escritor falangista José María Alfaro. Miguel apela para que lo defienda el valverdeño Diego Romero Pérez, como abogado de oficio de la Auditoria de Guerra de Madrid, quien aseguró que consideraba a Miguel persona de garantía y de orden. Pero las acusaciones eran muy graves pues se le consideraba “el poeta de la revolución y un elemento de izquierdas peligrosísimo y despreciable”. Algo que, para Diego Romero, según aseguró años más tarde, “no eran cargos de especial relevancia, porque no había delitos de sangre”. Miguel escribió a Romero Pérez para que acelerara su libertad provisional y cuál fue la sorpresa del abogado cuando, el 14 de septiembre de 1939, salió de forma imprevista de la cárcel de Torrijos y se presentó en su casa madrileña de la calle Moratín. No tan imprevista, su amigo Vicente Aleixandre y el poeta y diplomático chileno Pablo Neruda habían presionado para ello. Al verlo en la puerta de su casa, el valverdeño creyó que se había fugado. Miguel le regaló un autosacramental dedicado y le puso fecha y el abogado le respondió regalándole “unos zapatos nuevos artesanales de Valverde, de ante marrón, ya que llevaba unas alpargatas viejas y rotas”. Miguel cometió el error de no aceptar el consejo del abogado para que no se acercara a Orihuela. Allí fue de nuevo reconocido, delatado y detenido y sufre Consejo de Guerra, en marzo de 1940, por el que fue condenado a muerte, aunque las autoridades franquistas conscientes de que no podían crear un nuevo caso Lorca, le conmutan la pena por 30 años de prisión, en las que pasaría los últimos tres años de su vida, pues una bronquitis sin atención médica, devino en tuberculosis y en muerte, impidiendo que viera la libertad, por la que, como decía en sus versos, “sangro, lucho y pervivo”. Su delito, escoger como arma de guerra su palabra y sus versos en la defensa de la causa en la que creía. Nos dejó en las paredes del cuartucho carcelaria su despedida: “Adiós, hermanos, camaradas, amigos/ despedidme del sol y de los trigos”.
Texto: Juan C. León Brázquez
Foto: Dibujo de Miguel Hernández, por Antonio Granados Valdés. Colección LeBraz.